Los últimos años de mi estancia en el colegio, en aquella EGB que muchos hoy añoran, tuve la suerte de tener un tutor que nos trató como adultos desde sexto hasta octavo. Con él aprendí que la libertad va de la mano de la responsabilidad y que uno puede actuar como le venga en gana en cierto momento pero, eso sí, luego tiene que hacerse responsable de las consecuencias.
Estaba en séptimo curso y recibía clases de inglés de un
maestro que era un verdadero manitas, un artista, y que se defendía en inglés como buenamente podía. Hay que aclarar que en aquel entonces el inglés estaba en pañales en España y muchos maestros eran condenados a impartir una materia que no dominaban y que incluso debían aprender al ritmo que tenían que enseñarla. Suena raro, pero así fue durante un tiempo en aquella Ley General de la Educación que los nostálgicos de hoy parecen haber olvidado. Yo atendía a sus clases con cierto interés porque me gustaba la idea de poder expresarme en otra lengua y que los demás no supiesen qué estaba diciendo. Como todos podéis imaginar el máximo interés estaba en aprender palabrotas y expresiones malsonantes, sobre todo para poder decirlas impunemente delante de tus padres y ver sus caras de sospecha de que estás haciendo algo que no debes, pero no se enteran de qué va la cosa. Ese tipo de interés por lo anglosajón no estaba contemplado en las clases de inglés y las horas transcurrían ora como siglos, ora como horas.
Aquella mañana estábamos corrigiendo en la pizarra los ejercicios hechos en casa la tarde anterior. Recuerdo que el ejercicio tenía varios apartados y había algunos que supe hacer sin problemas y otros sobre los que tenía serias dudas de que estuviesen bien. Iba llamando a distintos compañeros que debían salir a la pizarra, escribir lo que tenían en la libreta y leerlo en voz alta. Francisco, que así se llamaba el maestro, decía si estaba bien resuelto, escrito y pronunciado y tomaba nota en su libreta, con una especie de código secreto que ninguno fuimos capaces de descifrar cuando habíamos podido ojear aquellas líneas. Se acabaron los apartados que yo estaba seguro de tener bien y empecé a temer que me llamara para resolver uno de los que no me sentía orgulloso. Cada vez que miraba hacia nosotros, buscando unos ojos cómplices, clavaba la mirada en el suelo y esperaba a que
dijera el nombre de otro. Pero no ocurrió así. Dijo mi nombre y tenía que resolver un apartado que tenía claro que me iba a rentar una marca nada memorable en aquella libreta indescifrable. Me levanté de la silla y creí murmurar un “nomejodas, vayamierda” que resultó perfectamente audible para mi maestro. Creo que fue cuestión de idioma el que se enfadara y me dijera que me volviera a sentar: si hubiese dicho lo mismo en perfecto inglés británico a lo mejor le hubiese hecho gracia… Pero como esas cosas no las aprendíamos en clase lo dije en román paladino y eso jugó en mi contra.
Tuve la sensación de que aquella salida de tono me había salido gratis porque no vi que tomara nota en la libreta de nada y me relajé. Recuerdo que salimos al recreo y estuve charlando con unas y otros, jugando, despreocupado. Al final del tiempo de recreo me fui a clase, pero no llegué a sentarme siquiera. Apareció Santiago, el conserje, y me dijo que debía ir al despacho del director a hablar con mi tutor. No era la primera vez, ni sería la última, que debía presentarme ante él, así que marché tranquilo hasta la estancia en la que me esperaba. Lo recuerdo claramente, con mirada adusta, atusándose el bigote con el dedo índice curvado, en un gesto tan suyo que jamás he podido recordarlo sin él. Entendí que la charla iba a estar relacionada con el episodio de la clase anterior y que no iba a ser agradable.
Lo primero que me dijo era que me iba a dar descanso por fatiga de combate; eso quería decir, en su jerga, que me iba a marchar un día a mi casa. En el capítulo de expulsiones era la opción más leve y ya había sido castigado de ese modo en ocasiones anteriores. La fatiga de combate era recurrente en mí porque jamás he llevado bien eso de no poder expresarme en libertad. Creí que ya se había acabado el encuentro y sentí la necesidad de dejar clara mi versión de los hechos. Traté de hacerle entender que yo no me había dirigido a él de malas maneras, sino que había murmurado la fatídica expresión. Como no había manera de que mi argumentación pudiera modificar en algo la decisión de marcharme a casa a reflexionar, pasé al capítulo de las justificaciones y le dije que aquel maestro me tenía harto y que me caía fatal, que, para mí, era un imbécil.
Entonces me dijo lo segundo y jamás se me ha olvidado lo que me dijo. Me miró con sus ojos azules y su rostro ya no era serio. Se incorporó sobre la mesa, apoyando los codos, y me explicó que lo mismo que yo sentía por aquel maestro era lo que, con total seguridad, Francisco sentía por mí. Me explicó que los sentimientos interpersonales son recíprocos y que siempre que yo pensase que alguien es imbécil, me estaría mirando en el espejo de la otra persona.
Acabé el día de clase, recogí mis cosas y marché para casa pensando en lo que me había dicho Juan Luis, que así era como se llamaba mi tutor. No podía entender cómo yo podía caerle tan mal a Francisco si era cierto que los sentimientos son recíprocos. Quizás pueda parecerte absurdo, pero pensé y pensé sobre aquello días y días. Llegué a la conclusión de que lo que llamamos respeto no es más que unas normas que nos hemos dado para no tener que andar mirándonos en los espejos ajenos y vernos las vergüenzas. Toleramos a los demás con la esperanza de que los demás hagan lo mismo. Mi tutor me enseñó que la libertad no puede ser decirle al otro lo primero que se me ocurra porque, de hacerlo, los demás podrían hacer lo mismo. Jamás podré agradecerle a Juan Luis el regalo que me hizo aquel día; expulsándome para que reflexionara y dejándome una idea sobre la que hacerlo.