En esta ocasión he decidido contaros una anécdota ocurrida en los últimos años de mi etapa de estudiante, durante los años de facultad.
Por aquel entonces dedicaba parte del día a entrenar duro en un arte marcial llamado taekwondo, detrayendo horas a la tarea ingrata y aburrida de estudiar toneladas de datos absurdos, para dedicarlas a cultivar mi maltrecha anatomía. A decir verdad, el interés de dedicar tantas horas al entrenamiento tenía su origen en lo miedica que he sido siempre; tener que ir a pegarte con desconocidos por toda la geografía andaluza da un canguelo enorme y entrenar como un poseso te procura cierta dosis de confianza. Como compañeras de entrenamiento tenía dos hermanas gemelas que eran casi idénticas en lo físico aunque muy distintas en lo personal. Pasábamos muchas horas juntos y el grado de confianza que llegamos a alcanzar era bastante significativo. Os cuento esto porque de ese modo entenderéis lo que ocurrió.
Era el mes de junio y tuvimos que ir a un campeonato a Jerez de la Frontera, en la provincia de Cádiz. La mañana era calurosa y, a medida que transcurrían las horas, la temperatura que hacía en aquel pabellón se iba tornando más propia de un asador de pollos que de un recinto deportivo. En el cuadrante de mi categoría aparecían cuatro combates para llegar a la final y desde temprano tuve que ponerme a calentar para ir haciendo peleas. Por si no lo sabéis, los combates de taekwondo se hacen con protecciones de antebrazos, espinillas, casco, peto y coquilla, que es una protección para los genitales.
-Imaginad a este que escribe vestido como si fuera a la guerra, metido en aquel horno y con los nervios propios de quien tiene que darse patadas con un anónimo adversario, sudando a chorros.
Los dos primeros combates fueron de maravilla y no tuve que hacer un gran desgaste físico para ganarlos. ¡Bien! Todo iba sobre ruedas. El tercer combate ya fue otro cantar y tuve que emplearme a fondo porque el adversario hizo un gran papel. Tanto fue lo que sudé que me puse a beber como si no hubiera un mañana. El calor sofocante nos obligaba a quitarnos casi todas las protecciones mientras descansábamos. En un momento dado sentí ganas de ir al servicio y me despojé de la coquilla para poder cumplir con el trámite. Mientras me echaba un poco de agua por la cara y el cuello escuché que me llamaban por megafonía para acudir al tatami en el que debía hacer el siguiente combate. Salí del aseo con los nervios a flor de piel y me dispuse a ponerme las protecciones para estar listo en cuanto me llamasen.
Apenas unos minutos antes de que tuviese que entrar en el tatami me preguntó el entrenador que si llevaba puestas todas las protecciones… ¡La coquilla se me había olvidado en el cuarto de baño! Una de las gemelas salió corriendo para traérmela mientras yo trataba de deshacer la lazada que ajustaba el pantalón del traje. El cordón estaba empapado y se trabó, con lo que me era imposible deshacer el nudo y comencé a ponerme nervioso. Con cada tirón que daba al cordón más se apretaba la lazada, que había empezado a ser algo parecido a un magnífico nudo marinero. Ni a derechas ni a izquierdas. No había manera de desatar aquello y bajarme el pantalón. Recuerdo que tenía las manos chorreando y un estado de agitación que me hacía respirar como una locomotora. Levanté el faldón del traje y mi compañera me relevó en la tarea de luchar contra el maldito nudo.
El árbitro me dijo que tenía que entrar y la situación se tornó en emergencia deportiva. Desesperado, miré al entrenador con ojos de quien implora el perdón por cometer un error tan garrafal, cuando vi cómo mi compañera se agachaba y acercaba su cabeza hacia el maldito nudo. Sentí cómo tiraba del cordón con los dientes y supe que sería capaz de poner fin a la pesadilla. De repente miré hacia la grada y me percaté de que estaban los espectadores mirando y riendo.
La estampa no era para menos; había dejado caer el faldón del traje sobre la cabeza de ella, la pelvis hacia delante para facilitarle la maniobra, el peto me daba en el mentón y me obligaba a girar la cabeza hacia arriba… Sentí que el pantalón dejaba de apretar mi cintura y salió de debajo de la ropa mi compañera con la sonrisa de quien ha sido capaz de solucionar una situación complicada. La sonora ovación y el cachondeo de la grada hicieron que cayera en la cuenta de que su hazaña había parecido otra cosa bien distinta.
En esa ocasión sí se hizo bueno el dicho de que no era lo que parecía.