Memorias de un estudiante (I)

Desde muy pequeño entendí que el colegio, aparte de ser un lugar en el que estar con los compañeros y hacer amigos, podía ser un lugar donde la injusticia campara a sus anchas. En aquellos años no era raro topar con adultos que pensaban que el respeto se puede imponer a base de castigos o modos que lo único que generan es miedo cuando uno es pequeño y risa cuando nos hacemos mayores.

La primera vez que me di de bruces con esta realidad estaba en cuarto de Primaria… ¡Qué edad tan tierna! La maestra se llamaba Angelines y hacía su trabajo con toda la eficacia que la buena voluntad puede brindar. Diría que era buena persona, interesada en su trabajo y con cierta dedicación que hacía que pudiéramos aprender algo. Eso sí, abusaba de algo que he descubierto que aún se sigue haciendo en Primaria: eso de ausentarse del aula y dejar a un alumno al cuidado del orden de la clase. Convertir a un niño en un chivato nunca me ha parecido educativo. Y digo chivato porque, hasta hoy mismo, hablar o levantarse de la silla no es un delito en ningún aula española. Aquella señora salía de clase, seguro que con un motivo de peso, y dejaba a algún enano armado con una tiza para mantener el orden establecido. Reza un dicho castizo: «si quieres saber cómo es Manolito, dale un carguito». Pues resulta que los manolitos del momento eran verdaderos capullos y, con el trozo de yeso en la mano, se creían una suerte de dictadores en pastilla.

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Debo decir que yo no era plato de buen gusto de la maestra y de algunos compañeros porque me había negado anteriormente a ser llamado a la gloria de blandir la tiza contra el anarquismo imperante en el mundo. Resultó que tocó servir el plato de venganza debidamente frío y me apuntaron en el encerado por hablar y no sé qué otras tropelías por el estilo. Recuerdo que sentí un poco de temor ante la posible reacción de Angelines (siempre me negué a llamarla doña Angelines porque lo de la economía del lenguaje me lo aprendí muy pronto), pero tampoco es que dejara de respirar. Cuando entró en la clase y el precario control se tornó en sumisión al líder, vi cómo leyó mi nombre en la pizarra y sonó su condena sin el menor atisbo de duda en sus palabras: «Calahorra, ponte de rodillas».

Consciente de que no me merecía aquel castigo porque no había hecho nada le dije que no me ponía de rodillas. Su voz tronó y rompió el aire. Pensé que cómo era posible que aquella mujer delgada fuera capar de gritar de aquella manera. Me volvió a repetir que me arrodillara y le dije, supongo que con voz quebrada, que no me iba a arrodillar porque ella luego no me iba a lavar los pantalones. Craso error.

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Sucedió que salió de clase, regresó con mi hermano que estaba en séptimo, y le dijo que me llevara a mi casa y le dijera a mi madre el delito que había cometido. Mi madre tenía que ir a verla para que ella pudiera contarle mi atroz comportamiento.

De camino a casa mi hermano me preguntaba que por qué no le había hecho caso y me hubiese ahorrado el follón. Le conté a mi madre lo sucedido y me comí mi primera expulsión del colegio. Pero ya entonces supe que jamás permitiría que nadie me tratase mal, jamás aceptaría un castigo injusto y jamás me callaría ante las injusticias. Comprendí que las personas somos distintas y que yo había decidido enrolarme en el pelotón de los perdedores, de los que se comen las hostias a pares.

Otro día os contaré que sí, que las hostias fueron llegando pero no a pares sino en tropel.

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